LA SIRENA |
Beyanira volvió el rostro y sumergiéndose en el agua se dirigió hacia sus hermanas que la esperaban para regresar a palacio. Al llegar junto a ellas volvieron a recriminarle su actitud, no entendían como podía pasarse las horas espiando a los mortales y sus extrañas costumbres, en lugar de recoger corales para construir su futura vivienda, si Neptuno llegara a enterarse de que se arriesgaba a ser descubierta, le infringiría un severo castigo. Beyanira tampoco sabía por qué lo hacía, simplemente sentía una intensa atracción hacia los humanos que no podía evitar, escondida entre las rocas espiaba sus movimientos, los veía echar sus redes al mar, recoger el pescado... había descubierto que existían dos tipos de humanos; unos más parecidos a ella, que también tenían pechos, pero que solían ocultarlos bajo sus ropas, los otros eran más fuertes, mostraban sus torsos desnudos y la piel les brillaba bajo los rayos del sol, realizaban las tareas más duras y eran los que más le atraían. Pensaba que debía ser muy triste saberse mortal y no entendía que pudieran vivir tan tranquilos sabiéndolo, los veía reír, llorar, cantar y gritar, aunque ella entonces no sabía lo que era, solamente había aprendido a reconocer algunas de sus actitudes. También los veía tocarse, abrazarse, unas veces parecían gestos amistosos y otras violentos, llamó su atención que los abrazos entre humanos de distinto tipo también eran diferentes, más largos, incluso le pareció observar que unían sus bocas, aunque no estaba segura de eso porque solía espiarles a distancia para no ser descubierta. Eran muchas las preguntas que
acudían a su mente, quería saber más sobre aquellos seres y una noche decidió
escapar de palacio para visitar la morada de la diosa Athenea, solo había
hablado con ella en una ocasión hacía mucho tiempo ya, pero sabía que, si
acudía a su llamada, respondería a todas sus preguntas. La diosa tenía su
templo en una cueva a pocos metros sobre el nivel del mar, los humanos dejaban
sus ofrendas en la entrada de la misma y sólo una vez al año entraban en su
interior y sacaban su imagen a la playa donde realizaban ritos y ceremonias en
su honor y le mostraban su adoración. Beyanira llegó hasta las escalinatas que
llevaban a la cueva, eran apenas diez peldaños excavados en la propia roca, pero
su cola que en el agua le proporcionaba una gran agilidad, se convertía, fuera
de ella, en un apéndice inútil. Tardó más de una hora en recorrer la distancia
y llegó extenuada a la entrada, si hubiera esperado unos días, la marea alta
habría reducido el camino a la mitad, pero su impaciencia era tan grande como
su curiosidad. Cuando recuperó el aliento invocó a Athenea, de sus labios no
surgió sonido alguno pues las sirenas usaban su mente para comunicarse, no
sabía cuánto tiempo llevaba suplicando a la diosa que se manifestara, cuando
finalmente le llegó su voz: Beyanira le expuso sus dudas, le preguntó por qué había dos tipos de mortales, porqué se comportaban de forma tan distinta a las sirenas y Athenea le respondió, le explicó que los humanos podían ser hombres o mujeres, que tenían sexos distintos y que de la unión de una pareja, nacían los niños y niñas que perpetuarían la especie en el tiempo. Beyanira escuchaba embelesada y de tanto en tanto hacía nuevas preguntas, de repente percibió un ruido por debajo de la cueva, alguien se acercaba, la sirena se sintió perdida, iban a descubrirla y en una situación en la que escapar resultaba imposible, pero la diosa intervino y la convirtió en invisible para protegerla. Al poco llegó un hombre joven que se acercó a la cueva hasta casi situarse a su lado, llevaba en sus manos una bandeja llena de ofrendas de todo tipo: flores multicolores, una langosta viva, ostras, frutos secos, etc... que depositó suavemente en el suelo y luego permaneció largo rato de rodillas, murmurando palabras que la sirena no podía oír, observó que de sus ojos brotaba agua y pensó que quizás le ocurría algo. - ¿Qué le pasa a este hombre? ¿Por qué sale agua de sus ojos? - Está llorando, llora de dolor por la muerte de su amada. - ¿Y qué quiere de ti? - Quiere que le devuelva la vida. - ¿Lo harás? - No, no puedo devolver la vida a los mortales, solo protegerles mientras viven. Beyanira aprendió mucho aquella noche, supo que los mortales tienen sentimientos y que por eso lloran o ríen, se sienten desgraciados o felices, pero lo que más la perturbó fue saber que los hombres y mujeres podían amarse, un sentimiento tan fuerte que incluso podían dar la vida por él. Regresó a palacio justo a tiempo de que su ausencia no fuera descubierta y desde aquel día no pudo dejar de pensar en aquel hombre que lloraba por la pérdida de su amor. Una noche en que había vuelto a escaparse, simplemente para nadar cerca de la playa, observó a un mortal de pies sobre una alta roca, se acercó y su corazón dio un vuelco al descubrir que se trataba del mismo hombre que no podía apartar de sus pensamientos. De pronto el hombre se lanzó al agua, la sirena sabía que los hombres podían nadar, aunque eran tan torpes en el agua como ella en tierra firme, también sabía que, a diferencia de ella, ellos solo podían respirar fuera del agua. Se sumergió y se acercó más hacia donde se había lanzado, lo vio bajo las aguas y se dio cuenta de que no hacía nada por salir a la superficie, de repente comprendió lo que pretendía, quería morir, dudó unos instantes, tenía completamente prohibido intervenir en la vida de los mortales, pero si no hacía nada aquel hombre moriría y la sola idea le hizo sentir un dolor que nunca antes había sentido. Su mente lanzó un grito de auxilio: - Athenea, mi señora, haz que me convierta en mortal. En aquella ocasión, la diosa no se hizo esperar y su respuesta llegó inmediatamente: - Tu deseo te ha sido concedido puesto que hace mucho tiempo que tu alma pertenece al mundo de los mortales, pero has de saber que sólo podrá cumplirse cuando ames a un mortal más que a tu propia existencia. Beyanira no esperó más, se lanzó hacia el hombre que ya estaba inconsciente y lo arrastró hasta la superficie, el contacto con su cuerpo le hizo experimentar sensaciones desconocidas, nadó sin descanso hacia la orilla, pero a medida que se acercaba a ella, le costaba mucho más esfuerzo moverse, hasta que llegó a avanzar muy lentamente. Finalmente alcanzó su objetivo y llegaron a la playa, ahora quedaba lo peor; arrastrar el cuerpo fuera del agua y maldijo su cola que en aquellos momentos no le servía para nada, pero cuando fue a mirarla no la encontró, en su lugar habían aparecido dos piernas, como las que tantas veces había soñado tener "Gracias Athenea" y al decirlo se dio cuenta de que había hablado, de que había pronunciado las palabras y sus ojos se llenaron de cálidas lágrimas que mojaron su pecho. Se había convertido en mortal por el amor hacia el hombre que acababa de rescatar de las aguas. La sirena renunció a su inmortalidad por amor y nadie como ella amo la vida y vivió el amor hasta el fin de sus días.
Juan |